Está por cumplir 90 años y su trabajo como arquitecto no para. Es monje benedictino, esos que tienen fama de orar y conjugarlo con un trabajo sin descanso. Fray Gabriel Chávez de la Mora nació en Guadalajara, Jalisco, y a sus 18 años de edad ganó un concurso que lo llevó a crear el águila de la Plaza de la Bandera (1949), ubicada en el Sector Reforma de la ciudad.
Desde entonces su pasión por el diseño y la construcción fue evidente, pero tuvo que entrar a la Escuela de Ingeniería porque aún no había opciones para estudiar arquitectura. Fue hasta 1949 que ingresó a la entonces Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara, convirtiéndose así en el primer titulado de esta carrera. Su tesis “Centro parroquial San José de Analco”, le valió incluso una mención honorífica de excelencia. Desde entonces, la arquitectura religiosa ha sido su bandera.
Fray Gabriel Chávez de la Mora fue homenajeado por su trayectoria por el Colegio de Arquitectos de Jalisco, AC. Entre sus obras destacan el diseño de la nueva insignia de la Basílica de Guadalupe, el Teatro San Benedicto Abad, los anexos del Monasterio Benedictino de Santa María de la Resurrección, de Cuernavaca, y la Capilla Guadalupana en El Vaticano, en colaboración con Pedro Ramírez Vázquez.
¿Cuál es la relación entre un edificio y quien lo habita?
Los edificios influyen en quienes los habitan, por lo tanto deben ser pedagógicos, deben ser como una coreografía de una obra de teatro: abonar al mensaje de la obra, no estorbarle; así debe ser el diseño de los interiores de cualquier obra, que ayude a las personas para que los edificios cumplan su desempeño. Aunque muchas veces es al revés, no les ayuda a las personas, sino que las expulsa.
¿Cuáles cree que han sido sus principales aportes en la arquitectura?
Me ha tocado abrir brechas. Me tocó un cambio en la Iglesia tan interesante, tan importante hace poco más de 50 años. La Iglesia cambió su culto, la liturgia, y, por lo tanto, debía cambiar la arquitectura de los templos. Antes nos decían “hay que ir a oír misa”, porque estaba en latín, a veces ni a ver íbamos, ahora es participar en el misterio celebrado y eso plantea otro tipo de reunión como asamblea con la participación de los feligreses. También tenemos nuevos materiales de construcción, ya no nada más canteras y calicanto, sino los materiales contemporáneos que nos permiten otra expresión arquitectónica.
¿Qué implicó este cambio en la arquitectura religiosa?
Principalmente la participación del pueblo. Se cambió el concepto de iglesia. Y qué bueno para las nuevas iglesias, pero ¿qué pasaría con todas las antiguas? Hubo que replantearlas en lo posible.
¿Qué recuerdos tiene de su etapa como estudiante?
Lo que nos tocó a nosotros fue a una formación intensiva y amplísima. Eran otras técnicas. Considero que nos tocó una época dorada y privilegiada con los maestros que tuvimos y lo que nos exigieron: Ignacio Díaz Morales y Álvarez Tostado, Julio de la Peña, Mathias Goeritz, de estos dos últimos incluso yo suplí su clase de educación visual y de dibujo como profesor honorifico.
¿Algo le duele de Guadalajara?
Me da tristeza el desorden urbano y los líos contagiados de metrópolis como la Ciudad de México. Aunque tantos planes urbanísticos hubo de la ciudad, yo llegué a hacer planos reguladores, pero no se seguían.
¿Cuáles son las reponsabilidades que afrontan los nuevos profesionistas en este campo?
Deben pensar en los habitantes, la responsabilidad del arquitecto y del urbanista es que les ayuden. Como cualquier profesión plantea incluso el aspecto económico. Cuánta arquitectura es un alarde de diseño, capricho formalista costosísimo que está mal, esos dispendios es a lo que se ha llegado: mientras más caprichoso sea el diseño, va a salir en revistas.
